Si pudiéramos subir a una escalera tan alta como para tener perspectiva de lo que pasa en la vida, no veríamos al ser humano igual que a ras de suelo. Desde allí poco importaría su nombre, su lugar de nacimiento, su edad, su profesión, su rol dentro de una familia (madre, hijo, abuela o cuñado), su confesión religiosa… Tampoco su color de pelo, su equipo de fútbol, su complexión, sus hábitos alimenticios o su horóscopo.
Todas, todas, todas esas etiquetas se irían difuminando según se ascendieran los peldaños, de tal manera que a cierta altura ya solo distinguiríamos al ser humano por un hecho: en ese instante unos estarían amando y otros odiando. Eso es lo que somos: ni rubios, ni comunistas, ni albaceteños, ni budistas, ni fontaneros; solo somos seres con la capacidad innata se amar y de odiar, de odiar y de amar, de primero uno y luego lo otro, y más tarde al revés. Hasta el ser más miserable alguna vez amó; hasta el ser más angelical alguna vez odió.
No somos ni honestos, ni egoístas. Ni irascibles, ni simpáticos. Ni cariñosos, ni obsesivos. No somos lo que nos toca por azar, ni lo que logramos con esfuerzo. No somos las etiquetas, no somos gentilicios, no somos adjetivos. Solo somos un disparo a veces y otras un beso.
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